Mi amigo había oficiado el funeral de una mujer que había sufrido una larga enfermedad antes de morir. El viudo había llorado desconsoladamente durante toda la ceremonia. Transcurridos unos días, y a petición de la hija, el rabino visitó al viudo.
─Comprendo tu dolor ─dijo el rabino que también era viudo─. Sin embargo, debes recordar que siempre estuviste junto a tu esposa mientras duró su enfermedad. Te comportaste como un marido fiel hasta el final. ¿Por qué te sientes tan culpable? ¿Por qué estás tan deprimido?
─Usted no puede comprenderlo ─repuso el hombre─. ¡Yo amaba a mi esposa!
─Lo sé ─dijo el rabino─, pero tu estado de ánimo perjudica tu propia salud, la de tu familia y tu trabajo. Tu esposa no desearía verte tan deprimido...
─¡Usted no lo entiende! ─lo interrumpió el hombre, y a continuación volvió a decir: ¡Yo amaba a mi esposa!
─Sé que amabas a tu esposa, que siempre la amarás y que la echas de menos. Sin embargo, no puedes seguir así ─insistió el rabino.
─¡Usted no lo entiende! ─repitió el hombre─. ¡Yo amaba a mi esposa! Recuerdo que estuve a punto de decírselo en una ocasión.
─¡Usted no lo entiende! ─lo interrumpió el hombre, y a continuación volvió a decir: ¡Yo amaba a mi esposa!
─Sé que amabas a tu esposa, que siempre la amarás y que la echas de menos. Sin embargo, no puedes seguir así ─insistió el rabino.
─¡Usted no lo entiende! ─repitió el hombre─. ¡Yo amaba a mi esposa! Recuerdo que estuve a punto de decírselo en una ocasión.