Ayer, por ejemplo (creo que al mediodía) trajeron los restos de una cholita de unos veintitantos años de edad a la que habían sacado del fondo de un barranco, lugar al que habría ido a parar presumiblemente por problemas sentimentales. Si bien no la encontraron en posición decúbito dorsal, estaba hecha mierda, porque, durante la caída, su cuerpo había chocado repetidas veces contra las salientes del barranco, que, al llegar al fondo, de la cholita no quedaba casi nada.
Toda ella era una miseria; pero, antes de que llegue el forense de turno para realizar un examen parcial de lo que quedaba del cadáver, con un alicate le saqué el engaste de oro de su dentadura, y —ojo clínico—, calculé que de allí se podía obtener tranquilamente unos ciento cincuenta dólares.
Con el tiempo uno llega a encariñarse con los muertitos porque —aparte de sus familiares y conocidos— nadie más se acuerda de ellos; muchas veces he sentido algo semejante a la tristeza cuando nadie viene a reclamar por uno de ellos. Se siente como si el corazón se nos rompiese en pedacitos, pues están abandonados y no tienen ni siquiera un perrito que les aúlle, a manera de despedirlos, cuando sus almas ya han abandonado para siempre este perro mundo.