Argentina había vuelto a la democracia. El facismo había llegado a su fin.
Alberto despertó el ultrainstinto y sometió a sus oponentes con su guitarra de poder.
Vandalizó la estatua de Gaturro, la estatua donde Gaturro parece propasarse de forma violonchela con la escultura de Juana Azurduy. Alberto le metió uno de sus bastones presidenciales de Pallarols en el orto a la estatua del querido Nick.
Alberto había vuelto.
Y esta vez, para siempre.
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"All the angels in heaven are sodomizing each other", musitó Fabiola, mientras estudiaba inglés con el programa televisivo de Charlie López meets Dora the explorer.
"¿Qué te hacés la gringa, yegua?" exclamó Alberto y le dio un regio sopapo que la tiró de la silla al suelo.
Fabiola empezó a llorar. Alberto se desvistió. Estaba más viejo y mustio. Más fláccido. Pero su erección empoderada con Sildenafil Viagra extra azul se arrimó a la boca dolorida. "Chupá, puta, chupá la verga presidencial" exhaló el lujurioso ancestral. El hedor era hipnótico. Alberto untaba sus partes con un ungüento pergeñado por los nigromantes anima-zombies. Fabiola no tenía opción. Debía obedecer al Presidente de los argentinos, argentinas, argentines y argentrannies.
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Fabiola quería resistir. A cada rato Alberto le parecía más viejo y desagradable. Ahora estaba en sus oscuros aposentos. Ocupado con los pergaminos hebraícos de Milei, donde residían secretos clonatorios y resurrectores de canes y quizá de humanos.
"Nada es para siempre / nada es para siempre / no me digas que no / que te falta valor / porque nada es para siempre..." cantó Fabiola.
Y se largó a llorar.
Alberto era para siempre. Ya tenía miles de años antes de que ella naciera y de seguro ella moriría y él seguiría existiendo en un mundo de microplástico, fake-news e inflación interminable.
Por los siglos de los siglos.
"Espero que no me reviva", pensó y empezó a temblar, aunque no tanto como para no poder servirse agua y tomarse un clonazepam.
Mareada, se envolvió con su gruesa manta de Garfield y se derrumbó en la cama destendida.